
El COVID-19 nos ha colocado, a muchos países y territorios, en una tesitura que las últimas generaciones ya no éramos capaces de imaginar. Sencillamente porque tenemos la suerte de residir bajo un Estado del bienestar bien desarrollado y de crecer en una cotidianidad no violenta donde nuestras necesidades están más o menos cubiertas. En otros territorios donde no tienen esta suerte el COVID-19 está causando unos estragos que en occidente aún somos incapaces de imaginar.
Esta experiencia de confinamiento y de vulnerabilidad nos debería servir para reflexionar sobre las sociedades que estamos construyendo. Podríamos hablar de como tratamos nuestro mundo, explotamos recursos y repartimos los beneficios de esa riqueza o echar una mirada a esas personas normalmente invisibles de nuestro entorno, como aquellas que ni siquiera han tenido una vivienda donde confinarse. En este sentido, tenemos mucho que aprender de cómo se han manejado y hemos tratado a las personas con diversidad funcional en esta crisis.
Lo que tienen las situaciones de crisis es que la necesidad de reaccionar rápido hace muy visibles las carencias y esta situación nos ha ayudado a ser conscientes de lo poco preparada que está la sociedad para una inclusión real de todo el mundo. Se han hecho famosas varias historias que lo evidencian, como la barrera adicional que supone la mascarilla para la comunicación de las personas sordas o la metedura de pata (hay que llamarlo así) de las cadenas de televisión al tapar la interpretación en Lengua de Signos con la mosca (esa marca con el logo de la cadena en la esquina inferior derecha).
A estas historias podemos añadir otras no tan famosas. Llegó a mis oídos la vivencias de una mujer andaluza sorda, de avanzada edad, que no tenía costumbre de ver televisión (lógico si pensamos en la poca cantidad de programas accesibles) y salió a la calle el primer día de Estado de alarma sin conocer la situación. ¿Os imagináis despertar un día y encontrar el mundo como si fuera el comienzo de una película posapocalíptica? No quisiera pasar por el miedo y la inseguridad que tuvo que sentir esta mujer.
La crisis sanitaria, no solo ha puesto en evidencia que no tenemos la accesibilidad suficientemente implementada, sino que desconocemos las necesidades de estas personas. Por ejemplo, las instrucciones de precaución difundidas por el Estado aconsejan taparse con el reverso del codo para toser. Ha tenido que ser la comunidad ciega quien difunda que justo ese lugar es donde se sujetan cuando requieren ayuda de otra persona para moverse. Como país y sociedad, tenemos mucho que reflexionar si se pone en riesgo la salud de ciertos colectivos desde actuaciones públicas.
No obstante, no hace falta hablar de instituciones para reflexionar. La ciudadanía de a pie también debemos mirarnos el ombligo y valorar algunas de nuestras actuaciones, como denunciar desde el balcón supuestas faltas de civismo. Entiendo que desde la preocupación y con la intención de ser responsables, no cabe duda de que la mayoría de personas nos movemos con buenas intenciones. Pero el desconocimiento sobre estos temas ha provocado que se increpe a familias con autismos o problemas de conducta. Es decir, se lo hemos puesto todavía más difícil a quienes ya de por si tienen muchas más dificultades para sobrellevar el confinamiento.
Por el mismo motivo, el desconocimiento, no nos planteamos que debemos apartarnos y ser quienes guarden la distancia de seguridad cuando vemos a alguien con bastón blanco o problemas de visión por la calle. Parece evidente que esa persona no puede saber que se va a cruzar con alguien ¿verdad? Pero lo que parece evidente no suele serlo cuando nunca nos hemos parado a ponernos en el lugar de esa persona.
Aparte de hacer visible la falta de accesibilidad, el COVID-19 nos ha dado la oportunidad de pasar por aquello que pasan muchas personas con diversidad funcional en su vida normalizada: el confinamiento. La falta de accesibilidad se traduce en falta de oportunidades, de autonomía y de posibilidad de participar en la sociedad. Muchas personas viven prácticamente confinadas en sus casa debido principalmente a barreras arquitectónicas, pero también de la comunicación, que pueden convertirte en dependiente de apoyos tanto técnicos como humanos.
Ahora que tienes un ratito para leer este artículo, tómate un par de minutitos más para reflexionar y recordar: ¿Cuáles han sido las sensaciones y sentimientos más habituales éstas semanas de cuarentena? ¿Cómo te sentiste cuando por fin pudiste salir a pasear? ¿Ha sido fácil convivir con toda la familia tantas horas juntos en casa? ¿Y teletrabajar?
Está claro que todo el mundo necesita la vida en comunidad. El Sol y el aire, las relaciones sociales, cambiar de espacios y entornos, etc. afecta a nuestro estado de ánimo y a nuestro bienestar. Además, hemos podido vivenciar como las casa no están preparadas para hacer nuestras actividades diarias de forma cómoda y funcional para toda la familia.
La accesibilidad acaba beneficiando a todo el mundo. Un sistema de protección traslúcido, como mascarillas transparentes o máscaras, facilita la comunicación a las personas sordas lectoras de labios y a todo el mundo nos permite la comunicación no verbal, mucho más emocional, tan necesaria en situaciones que pueden provocar miedo y ansiedad. Igualmente, una vivienda pensada desde la accesibilidad y la usabilidad va a estar mucho más preparada para la vida de toda la familia.
Esta crisis nos brinda la oportunidad de empatizar con quienes son diferentes y acercarnos un poquito más al mundo de la diversidad, un mundo que siempre enriquece. Si escuchamos lo que esta diversidad tiene que decir construiremos espacios y entornos, no solo más accesibles, sino más versátiles, amigables y funcionales para todo el mundo.